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EL PATIO DE ARRIBA
Me pareció una de aquellas fiestas en las que cada una vestía de una manera diferente y andaba cada quien, más o menos, por donde le daba la gana andar. Solían acabar los cepillos relegados tras el reloj, los embalajes arrinconados junto a la chimenea y no quedaba una cinta que no estuviera segura de que podría reinar toda la tarde, y qué más daba si cada paso era un juego que había que ir a buscar a una caja muy grande en el centro del patio.
Entonces era cuando mejor se saltaban las escaleras de tres en tres, a veces la barandilla pegaba saltos de avispa y te podía llevar a varios lugares a la vez, las fundas de las guitarras abandonaban su oscuridad y desfilaban junto a nosotras sorteando las ramas. Entonces era cuando llegaban todos aquellos seres recién venidos desde tan lejos, cada cual con su bolso prendido en el corazón que latía a la frecuencia de su perfume. Todos los rayos del sol se convocaban alrededor de la arena formando las figuritas previamente traídas desde el invierno; las hojas de los balcones, todas sin descubrir, prolongaban su siesta de la que no pensaban salir hasta ya avanzada la noche.
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